21.1.13

Virgen del Valle



Aconsejo al lector que lea mientras escucha la melodía...



Cuentan que todas las tardes, a la hora en la que los jilgueros comienzan su bajo vuelo, se escucha a lo largo de la calle una leve melodía que se escapa a través de una ventana. Cuentan que la melancolía se apodera de la luz y enmaraña las sombras poseídas por las notas de una música tan triste que rompe hasta el aire… cuentan que es tal la tristeza que vaga que hasta podemos sentir su fría presencia… y cada tarde se escucha una y otra vez, como un alma que vaga en el purgatorio, salida de un órgano apocado en un convento, una lánguida sinfonía que vuelve grises las flores y las hace suspirar como si de un duelo eterno se tratara…


Cuentan que esa triste melodía es el llanto de alguien a quien se le partió el alma, son lágrimas de dolor reflejadas en cada nota, quejidos lanzados al mismo cielo como un aullido mudo, gritos silenciados por un pentagrama doloroso al que se le escapa la vida.

Sentimiento reflejado en una clave de sol como un espejo rasgado…


Cuentan que los dedos que acarician las teclas del órgano somnoliento jamás volverán a sentir la brisa ni acariciar un alma, y es tal el dolor que transmiten que, cuentan, quien escucha esa melodía queda invadido por una extraña sensación de tener un profundo vacío…


Y suena una y otra vez, como queriendo devolver al mundo a aquellos dos que esas mismas corcheas un día se llevaron…su padre y su amigo…


Y a pesar de los años, cuentan, que hoy, al son de la triste música, sigue llorando el rosal del claustro por no dar rosas rosa para consolar el llanto de una Madre, por sólo tener espinas para Ella, que bien merece pañuelo de seda blanco como las notas de su pentagrama.


El órgano sigue sonando porque alguien puro lo golpea obsesivamente como si esa melodía pudiera devolverle toda su infancia disfrutada al lado de quien más quiso, mientras viste de pureza el hábito que la acompañará el resto de su vida, tarde a tarde, sentada al órgano, musitando Ave Marías al son de Virgen del Valle… Su padre no pudo dejarle mayor tesoro…

19.1.13

Jesús del Gran Poder: una aproximación artística a su imagen



Dice el apóstol Mateo en las Sagradas Escrituras que el Niño que había de nacer ya lo había hecho en un humilde establo a las afueras de la localidad de Belén hacía pocos días. Cuenta, además, cómo unos magos llegaron preguntando por aquel que debía ser Rey de los Judíos y fueron guiados hasta donde se encontraba Jesús, el Hijo de María y José, por los maestros de la ley. Llegados a las plantas del pequeño se postraron ante Él adorándolo y ofreciéndole oro, incienso y mirra, sustancias preciosas en las que la tradición ha querido ver el reconocimiento implícito de la realeza mesiánica de Cristo, de su divinidad y de su humanidad, sucesivamente.

Si hoy algún extranjero, venido del más lejano país, llegara a la ciudad de Sevilla y preguntara por el Rey de los Judíos, estoy convencida de que cualquier sevillano, de cualquier estamento social o situación económica o cultural, acabaría por llevarlo hasta la misma plaza de San Lorenzo donde vive “El que Todo lo Puede”, lo acercaría hasta las plantas de la imagen de Jesús del Gran Poder, evocando una contemporánea Epifanía a los pies del Señor de Sevilla.

Y es que nada más lejos de la realidad, la Hermandad de la que es titular ha celebrado en estos días sus cultos principales coincidiendo con la Epifanía del Señor. Queremos desde www.elcostal.org, aprovechando la oportunidad de la fecha, acercaros a su imagen en una aproximación a su hechura a través de estas líneas.

Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, largamente creída obra de Juan Martínez Montañés en función a la temprana muerte de Juan de Mesa y la falta de documentación de la época que hiciera referencia a su genio por encima del de su maestro, es una talla única, realizada en madera de cedro con la peana en pino de segura, de una medida cercana a los dos metros, distorsionada por el efecto de su posición, sacrificio auténtico de la escultura en virtud de la cual se exalta su dinamismo y realismo. Está completamente tallada, con los brazos articulados para disponerlos entorno a la cruz o maniatarlos para traslados y su anual besamanos. Está policromada, con deficiencias en la conservación de su integridad, lo que a lo largo de los años ha aumentado la referencia a su aspecto doliente, acrecentando con el tiempo como un ser humano, su sufrimiento en la tierra.

En 1920, Adolfo Rodríguez saca a la luz la posibilidad más que científica de que la hechura del Señor, como las de las esculturas del Cristo de la Conversión y el de la Misericordia del Convento de Santa Isabel sean obras de Juan de Mesa y Velasco. En 1930, Heliodoro Sancho Corbacho encuentra el documento de la carta de pago de la obra, conjunta a la ejecución del San Juan, por los que Juan de Mesa recibe 2000 reales de a treinta y cuatro maravedíes cada uno en una relación cerrada en octubre de 1620. Desde entonces se debe reescribir la Historia del Arte y de la Semana Santa en Sevilla y Andalucía, encumbrándose la figura del escultor cordobés, autor sin duda tocado por una magnitud creativa y humana desbordante a juzgar por las obras magistrales de la imaginería que ejecuta entre 1618 y 1621: Cristo del Amor, Cristo de la Conversión, Gran Poder, Cristo de la Buena Muerte, Cristo de la Misericordia y Nazareno de La Rambla entre otras.

El Señor es una imagen eminentemente de su tiempo, una escultura moderna en toda la extensión del término, pues desde que se creara en base a los principios del Concilio de Trento y en la vía a seguir por el arte en el que debía hacer florecer sentimientos de compasión, conmoción y aprendizaje en el pueblo, y es contemporánea a la vez ya que sus fundamentos como imagen han crecido hasta su dimensión actual. En ese sentido, como en el estilístico, el Gran Poder marca un punto de inflexión en la escultura que hasta entonces ilustra las creaciones del cambio del s. XVI al XVII, cuyo referente guarda clasicismo y humanismo heredado del aprendizaje renacentista; cuyas obras son referentes mundiales de la creación en madera, —Montañés en Pasión y en el Cristo de la Clemencia o en el mismo 1620 Mesa en el Crucificado de la Buena Muerte—, tornando hacia un arte más temperamental, en el que la fuerza arrasa hacia un realismo que es cercano al pueblo, que exalta sus sentimientos.

Las imágenes, como la de Jesús del Gran Poder, llegan a ser dinámicas, reales y cercanas tanto en los retablos en los que se veneran cada día como en las calles, sobre los pasos y andas procesionales, pero guardando la misma genialidad que las hace obras de una dimensión insuperada.

Culminada la belleza formal del Manierismo, la escultura exenta barroca sevillana alcanza en la efigie de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder una expresividad única, especialmente marcada en su rostro y en sus ojos, que son plenitud de amor, de esperanza y de firmeza ante los designios de la vida; marcada por la emotividad y el dramatismo, que se plasma aquí en la zancada poderosa que lo aturde camino de la muerte haciendo presagiar un desenlace dramático, pero tomada con la resignación con la que amorosamente envuelve con sus manos el madero que será de su sacrificio sabiendo que la gloria es tras la muerte; marcada por el realismo patético que se nutre de la plástica de los estudios del natural como lo muestran las heridas de su rostro, la corona de la serpiente del pecado que Él derrota que se enrosca imbricada en su cabeza, las espinas que traspasan la ceja y con ella su mirada de amor y que le hieren en la frente y la oreja, llevando al espectador y devoto hacia un espíritu penitencial en el que Cristo entra en diálogo cercano con el hombre, le muestra resignadamente su destino y lo acoge inundando de ternura y de firmeza al que lo presencia. “El que quiera venir en pos de mi, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. (Mateo, 16:24; Marcos, 8:34).  

Y todo ello lo logra Juan de Mesa dotando a la imagen de una anatomía perfectamente pensada, en la que el cuerpo descompensado, largamente abierto el compás de su zancada, se inclina arqueando su espalda en un dinamismo exacto que evita la caída mostrando a Cristo asiéndose a la Cruz, ensimismado en su dolor, retraído pensando que ya todo está escrito, que su penar va camino del final. Ha pasado la noche de la detención, del juicio y del escarnio y el Señor está a punto de llegar al Calvario para ser crucificado, va a encontrarse con María, su madre, es el momento más desgarrador del sufrimiento en vida de los mortales y aún así, en su andar y en su rostro, severo y bondadoso a la vez, este Nazareno transmite la mayor de las esperanzas.

Varias han sido las restauraciones que, con mayor o menor fortuna, se le han realizado de un modo documentado. Por un lado, sabemos que en 1776 interviene, como en el paso procesional, el escultor Blas Molner colocándole nuevas espinas en la corona. Desde ahí hasta 1977, fecha en la que tiene lugar la desafortunada actuación de Peláez del Espino, el Señor va adquiriendo la tez morena con la que lo conocemos y se le empieza a llamar popularmente “El Divino Leproso” o “el Cisquero de San Lorenzo”. Peláez, en una dramática operación hace una nueva estructura interna metálica que está a punto de terminar con la materialidad lignaria corporal de la escultura. Para sanear esas deficiencias, en 1983 los hermanos Raimundo y Joaquín Cruz Solís actúan integralmente en la escultura, exceptuando el rostro. En esta restauración se recupera la integridad interna de la madera alterada en 1977 y se  recoloca el tercer apoyo al Señor para evitar daños en las salidas procesionales.

Durante todo el año, el Señor de Sevilla, desde el camarín de su Basílica Menor en la plaza de San Lorenzo recibe el cariño de los sevillanos en múltiples formas, bien como beso en su desgastado talón, siendo las filas de devotos durante los viernes bastante fluidas, bien como beso en sus benditas manos maniatadas cada Domingo de Ramos, o bien en devoción y oraciones cada amanecer de Viernes Santo cuando el Señor recorre la Vía Dolorosa que nos recuerda su generosa Pasión y parece que vemos andar a Dios mismo. Estos valores humanos y religiosos, por encima de los intrínsecos históricos, artísticos, iconográficos o estilísticos, hacen de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder una obra absoluta e irrepetible, no sólo en nuestro ámbito sino para la cristiandad.