Dice
el apóstol Mateo en las Sagradas Escrituras que el Niño que había de nacer ya
lo había hecho en un humilde establo a las afueras de la localidad de Belén
hacía pocos días. Cuenta, además, cómo unos magos llegaron preguntando por
aquel que debía ser Rey de los Judíos y fueron guiados hasta donde se
encontraba Jesús, el Hijo de María y José, por los maestros de la ley. Llegados
a las plantas del pequeño se postraron ante Él adorándolo y ofreciéndole oro,
incienso y mirra, sustancias preciosas en las que la tradición ha querido ver
el reconocimiento implícito de la realeza mesiánica de Cristo, de su divinidad
y de su humanidad, sucesivamente.
Si
hoy algún extranjero, venido del más lejano país, llegara a la ciudad de
Sevilla y preguntara por el Rey de los Judíos, estoy convencida de que
cualquier sevillano, de cualquier estamento social o situación económica o
cultural, acabaría por llevarlo hasta la misma plaza de San Lorenzo donde vive “El que Todo lo Puede”, lo acercaría
hasta las plantas de la imagen de Jesús del Gran Poder, evocando una
contemporánea Epifanía a los pies del Señor de Sevilla.
Y
es que nada más lejos de la realidad, la Hermandad de la que es titular ha celebrado en
estos días sus cultos principales coincidiendo con la Epifanía del Señor. Queremos
desde www.elcostal.org, aprovechando la oportunidad de la fecha, acercaros a su
imagen en una aproximación a su hechura a través de estas líneas.
Nuestro
Padre Jesús del Gran Poder, largamente creída obra de Juan Martínez Montañés en función a la temprana muerte de Juan de Mesa y la falta de
documentación de la época que hiciera referencia a su genio por encima del de
su maestro, es una talla única, realizada en madera de cedro con la peana en
pino de segura, de una medida cercana a los dos metros, distorsionada por el
efecto de su posición, sacrificio auténtico de la escultura en virtud de la
cual se exalta su dinamismo y realismo. Está completamente tallada, con los
brazos articulados para disponerlos entorno a la cruz o maniatarlos para
traslados y su anual besamanos. Está policromada, con deficiencias en la
conservación de su integridad, lo que a lo largo de los años ha aumentado la
referencia a su aspecto doliente, acrecentando con el tiempo como un ser
humano, su sufrimiento en la tierra.
En
1920, Adolfo Rodríguez saca a la luz la posibilidad más que científica de que
la hechura del Señor, como las de las esculturas del Cristo de la Conversión y
el de la Misericordia del Convento de Santa Isabel sean obras de Juan de Mesa y
Velasco. En 1930, Heliodoro Sancho Corbacho encuentra el documento de la carta
de pago de la obra, conjunta a la ejecución del San Juan, por los que Juan de
Mesa recibe 2000 reales de a treinta y cuatro maravedíes cada uno en una
relación cerrada en octubre de 1620. Desde entonces se debe reescribir la
Historia del Arte y de la Semana Santa en Sevilla y Andalucía, encumbrándose la
figura del escultor cordobés, autor sin duda tocado por una magnitud creativa y
humana desbordante a juzgar por las obras magistrales de la imaginería que
ejecuta entre 1618 y 1621: Cristo del Amor, Cristo de la Conversión, Gran
Poder, Cristo de la Buena Muerte, Cristo de la Misericordia y Nazareno de La
Rambla entre otras.
El
Señor es una imagen eminentemente de su tiempo, una escultura moderna en toda
la extensión del término, pues desde que se creara en base a los principios del
Concilio de Trento y en la vía a seguir por el arte en el que debía hacer
florecer sentimientos de compasión, conmoción y aprendizaje en el pueblo, y es
contemporánea a la vez ya que sus fundamentos como imagen han crecido hasta su
dimensión actual. En ese sentido, como en el estilístico, el Gran Poder marca
un punto de inflexión en la escultura que hasta entonces ilustra las creaciones
del cambio del s. XVI al XVII, cuyo referente guarda clasicismo y humanismo
heredado del aprendizaje renacentista; cuyas obras son referentes mundiales de
la creación en madera, —Montañés en Pasión y en el Cristo de la Clemencia o en
el mismo 1620 Mesa en el Crucificado de la Buena Muerte—, tornando hacia un
arte más temperamental, en el que la fuerza arrasa hacia un realismo que es
cercano al pueblo, que exalta sus sentimientos.
Las
imágenes, como la de Jesús del Gran Poder, llegan a ser dinámicas, reales y
cercanas tanto en los retablos en los que se veneran cada día como en las
calles, sobre los pasos y andas procesionales, pero guardando la misma
genialidad que las hace obras de una dimensión insuperada.
Culminada la
belleza formal del Manierismo, la escultura exenta barroca sevillana alcanza en
la efigie de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder una expresividad única,
especialmente marcada en su rostro y en sus ojos, que son plenitud de amor, de
esperanza y de firmeza ante los designios de la vida; marcada por la emotividad
y el dramatismo, que se plasma aquí en la zancada poderosa que lo aturde camino
de la muerte haciendo presagiar un desenlace dramático, pero tomada con la
resignación con la que amorosamente envuelve con sus manos el madero que será
de su sacrificio sabiendo que la gloria es tras la muerte; marcada por el
realismo patético que se nutre de la plástica de los estudios del natural como
lo muestran las heridas de su rostro, la corona de la serpiente del pecado que
Él derrota que se enrosca imbricada en su cabeza, las espinas que traspasan la
ceja y con ella su mirada de amor y que le hieren en la frente y la oreja,
llevando al espectador y devoto hacia un espíritu penitencial en el que Cristo
entra en diálogo cercano con el hombre, le muestra resignadamente su destino y
lo acoge inundando de ternura y de firmeza al que lo presencia. “El que
quiera venir en pos de mi, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. (Mateo,
16:24; Marcos, 8:34).
Y
todo ello lo logra Juan de Mesa dotando a la imagen de una anatomía
perfectamente pensada, en la que el cuerpo descompensado, largamente abierto el
compás de su zancada, se inclina arqueando su espalda en un dinamismo exacto
que evita la caída mostrando a Cristo asiéndose a la Cruz, ensimismado en su
dolor, retraído pensando que ya todo está escrito, que su penar va camino del
final. Ha pasado la noche de la detención, del juicio y del escarnio y el Señor
está a punto de llegar al Calvario para ser crucificado, va a encontrarse con
María, su madre, es el momento más desgarrador del sufrimiento en vida de los
mortales y aún así, en su andar y en su rostro, severo y bondadoso a la vez,
este Nazareno transmite la mayor de las esperanzas.
Varias
han sido las restauraciones que, con mayor o menor fortuna, se le han realizado
de un modo documentado. Por un lado, sabemos que en 1776 interviene, como en el
paso procesional, el escultor Blas Molner colocándole nuevas espinas en la
corona. Desde ahí hasta 1977, fecha en la que tiene lugar la desafortunada
actuación de Peláez del Espino, el Señor va adquiriendo la tez morena con la
que lo conocemos y se le empieza a llamar popularmente “El Divino Leproso” o “el
Cisquero de San Lorenzo”. Peláez, en una dramática operación hace una nueva
estructura interna metálica que está a punto de terminar con la materialidad
lignaria corporal de la escultura. Para sanear esas deficiencias, en 1983 los
hermanos Raimundo y Joaquín Cruz Solís actúan integralmente en la escultura,
exceptuando el rostro. En esta restauración se recupera la integridad interna
de la madera alterada en 1977 y se recoloca el tercer apoyo al Señor para
evitar daños en las salidas procesionales.
Durante
todo el año, el Señor de Sevilla, desde el camarín de su Basílica Menor en la
plaza de San Lorenzo recibe el cariño de los sevillanos en múltiples formas,
bien como beso en su desgastado talón, siendo las filas de devotos durante los
viernes bastante fluidas, bien como beso en sus benditas manos maniatadas cada
Domingo de Ramos, o bien en devoción y oraciones cada amanecer de Viernes Santo
cuando el Señor recorre la Vía Dolorosa
que nos recuerda su generosa Pasión y parece que vemos andar a Dios mismo. Estos
valores humanos y religiosos, por encima de los intrínsecos históricos, artísticos,
iconográficos o estilísticos, hacen de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder una
obra absoluta e irrepetible, no sólo en nuestro ámbito sino para la
cristiandad.